martes, 4 de diciembre de 2012

La felicidad es un gol de Mijatovic


Comentaba el otro día un amigo que uno de los momentos más felices de su vida había sido cuando Mijatovic marcó aquel gol en el Amsterdam Arena. Mi amigo es un hombre sensato, culto, inteligente, con dos carreras universitarias en su haber, un buen trabajo, padre de un hijo precioso, con una familia estupenda y bastantes amigos. Digo esto para dejar claro que no se trata de un hooligan obtuso ni de alguien vacío y asocial que no tiene más remedio que llenar su vida con lo que hacen veintidós tíos en un prado en pantalones cortos.

Escuchábamos sus palabras un tercer amigo y yo, futboleros y madridistas también, y asentimos cómplicemente. No solo entendíamos lo que nos estaba contando, sino que compartíamos su opinión al 100%. Claro que también era uno de los mejores momentos de nuestra vida. Estábamos hablando de la Séptima, joder. A los tres nos parecía lo más normal del mundo.

Me dio luego por reflexionar sobre lo que podría pensar de nosotros alguien que nos escuchara. Un espectador desapasionado, al que el fútbol le dé igual o que solamente lo siga de forma contemplativa, como un espectáculo más, seguramente pensaría que somos imbéciles, y yo no sería capaz de discutírselo. ¿Cómo puede ser uno de los días más felices de tu vida aquel en que un equipo de fútbol, al que no te une nada más (¿nada más?) que una absurda (¿absurda?) filiación sentimental basada en vete a saber tú qué consigue un título, por mucha Copa de Europa que sea? ¿Qué tipo de tara emocional hay que tener para afirmar algo así?

Supongo que para entenderlo hay que haber crecido con la Quinta del Buitre, albergando la esperanza de que ese grupo que mezclaba estetas y machos trajese al presente las estampas que nuestros mayores nos contaban, esas que de vez en cuando aparecían en la tele en un ajado blanco y negro y que hablaban de Di Stefano y de Gento y de Puskas y de cinco Copas de Europa, una detrás de otra, y del Eintracht de Frankfurt y de un 7-3 en la final de las finales, en el partido soñado. Para comprender lo que sentimos hay que haberse pegado la hostia del siglo con el Milan de Sacchi, haber sufrido la travesía del desierto entre Tenerifes, Floros, Prosineckis y Villarroyas y entonces, cuando ya uno ni lo espera, en una temporada mediocre entre Ferraris y Karembeu, llegar a la final contra la poderosa Juve de Lippi, Del Piero y (en pie) Zidane, el equipo llamado a dominar la segunda mitad de los 90 aunque se quedara a medias. Y entonces, el gol de Mijatovic. Y la felicidad; sí, la felicidad, al menos por un instante. Imagino que muchos no lo entienden, pero no lo sé explicar mejor.

Aclaremos algo antes de continuar. Claro que somos conscientes de que un gol o un título no va a determinar el devenir de nuestras vidas, no somos tan estúpidos. Claro que sabemos que es algo que solamente nos proporciona una alegría efímera y puntual. Pero lo cierto es que, si existiera un aparato llamado felicidómetro, cuando ese balón entró en la puerta de Peruzzi lo habríamos reventado.

El caso es que, y ahora voy a contar mi historia personal, aquel 20 de mayo de 1998 yo me encerré solo en mi casa. Aquel era un día para estar a solas frente a esos once tipos de blanco (los once cabrones de siempre, que diría luego Toshack). Uno no espera tantos años para ver el partido de su vida entre advenedizos a los que nada importa el fútbol y solo acuden a la llamada de las cervezas y la jarana, entre gente que no entiende qué demonios estoy contando en estas líneas. No recuerdo casi nada del partido. Tampoco lo he vuelto a ver, ni me apetece (¿acaso uno desea revivir los momentos de su existencia en que fue feliz, corriendo el riesgo de que las sensaciones no sean las mismas? ¿No es mil veces preferible quedarse con el recuerdo?). Lo único seguro es que yo no vi a Mijatovic correr hacia el banquillo señalando con el dedo (bueno, sí, lo vi después, una y mil veces, repetido), porque yo, a mí vez, recorría el pasillo de mi piso una y otra vez como un poseso. Si no son capaces de ver que en esos segundos en que yo corría por el pasillo como alma que lleva el diablo fui fugaz y enormemente feliz es que no han entendido nada. Tampoco les culpo.

Después vino la octava y la novena y Ligas y Eurocopas y hasta un Mundial, pero ya nada fue igual. Nunca lo será. El fútbol no volverá a depararnos una felicidad como la del gol de Mijatovic. Y no nos da vergüenza reconocerlo, aunque nos tomen por locos o idiotas.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Felicitarte por el escrito y sobre todo por la descripción de la enorme felicidad que supuso para tantos Madridistas ver al RMCF campeón de Europa aquel 20 de Mayo de 1.998.

Dificilmente volveran repetirse senasación como aquella, pero de vez en cuando, como la remontada de la liga del 2006/2007 o la reciente copa en Valencia el fútbol nos devuelve las sensaciones de auténtico deporte y pasión, mas alla de tertulias y negocios a su alrededor.

Alberto dijo...

Yo era muy joven en aquella época, lo viví tremendamente nervioso, el partido fue malo de narices pero la explosión por el gol de Pedja fue tal como narras. Tras tantos años de travesía en el desierto, se volvía a hacer historia en la entidad blanca. Recuerdo que, al final del partido salió Jaime, el pelirrojo al campo y que Suker fue el último que tocó el balón antes de que el árbitro decretase el final.

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